Machado, eterno

Dicen que en la tumba donde reposan los restos de don Antonio Machado, allá en Colliure, queda instalada a perpetuidad la melancolía. En esa lápida amplia del cementerio marino quedan grabados con la elementalidad de la caligrafía sencilla del tiempo pasado los nombres del poeta y de su madre. Allí, a su alrededor, la adornan banderas de nostálgicos y las flores portadoras para el recuerdo. Y también está colocado un pequeño buzón de correos donde le escribe la gente buena al poeta muerto, quizás palabras de reconocimiento, de lealtad, de admiración y cariño para avivar su memoria y ahuyentar el olvido.

Y es que nunca se puede olvidar al poeta ni a sus versos que quedan siempre palpitantes al conocer en profundidad su biografía, su raigambre moral, su grandeza e integridad más absoluta. En ese panorama triste de su final lo que sobresale es el dolor de su desarraigo, la diáspora de los vencidos de aquella guerra incivil, su sufrimiento cargado de incertidumbre por la pena de la huida resistida hasta el final de sus días, en esas jornadas aciagas de su existencia donde el temblor de la muerte se le iba acercando. Él solo y desventurado en tierra extraña, caminando pausadamente frente al mar sin ver el mar, a la deriva de tanta soledad, solo el aliento del recuerdo para algún día feliz de su pasado, trazando su último mensaje poético en las pocas líneas de un papel arrugado, con el corazón resonando en un mundo de sueños cuando escribió las postreras palabras para un poema: “estos días azules y este sol de la infancia”.

Este es el hombre y el poeta que hasta lo querían y admiraban los correligionarios que se desenvolvían en el pensamiento y en la escritura de su tiempo. Es el gran referente de la lírica española unida a la inspiración caudalosa de Juan Ramón Jiménez. Porque fue personaje de un absoluto comportamiento civil, bondadoso en grado extremo, como un santo laico, prendido de una filosofía moral absoluta. Fruto de una ardiente amistad su amigo don Miguel de Unamuno dijo de él que era “un hombre descuidado de cuerpo, pero más limpio de alma de cuantos conocía”.
Sentenció el poeta en un famoso verso: “ya conocéis mi torpe aliño indumentario”. Por eso existe ese latido de búsqueda entrañable hacia el poeta. Sus numerosos seguidores recitan de memoria sus versos y hasta sus sentencias filosóficas son alardeadas con el primor del certero pensamiento. Y es que don Antonio Machado es eterno por el caudal de su palabra que nos ha dejado. Y a su recuerdo fuimos a visitarle en su tumba de Colliure una mañana calurosa del mes de agosto con un turismo incesante transitando por sus calles acogiéndose al rumor de tanta historia. Es el recuerdo imperecedero que cobija el sentimiento de tanta gente que le quiere y le admira como un hombre especial que hacia versos, derramando su verdad y su dolor, su entusiasmo y sus querencias y al final de sus días fue peregrino de la desolación por culpa de las dos Españas que le rompió el corazón. Y sigue allí, “fumando nieblas de frontera”.

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