De las ‘self-acting machines’ al ‘self-fashioning’

Este artículo no va de anglicismos, aunque hemos de reconocer que la invasión que sufre nuestro idioma día tras día es tan demoledora que la batalla parezca perdida. Este artículo trata de las selfactinas y, sobre todo, de la construcción del yo.

El 2 de marzo de 1821 los sucesos luditas acabaron con el incendio de 17 máquinas de hilar automatizadas en Alcoi. Más de 1.200 hombres amotinados, procedentes de poblaciones cercanas, se concentraron a orillas de los ríos Riquer y Molinar para seguir el ritual y ejemplo del tejedor inglés Ned Ludd, quien en 1779 había destruido un telar mecánico en Nottingham como reacción contra el maquinismo incipiente al que responsabilizaba de generar paro entre los trabajadores. Aquellas ‘self-acting machines’ o selfactinas no han dejado de crecer y sofisticarse desde entonces y constituyen una seria amenaza y angustia para la mano de obra de toda nueva generación y el cercenamiento de muchas ambiciones personales.

Ahora son las nuevas tecnologías, la inteligencia artificial, la robotización y los emergentes negocios digitales los que veladamente van arrinconando a los trabajadores y sus aspiraciones de crearse el yo que soñaban. Desgraciadamente la identidad a la que aspiran, en muchos casos ha dejado de existir, y surge otro tipo de crisis a los que los gobernantes habrán de dar solución si realmente aspiran a atajar la rampante precariedad laboral y el empleo temporal, a orientar-tutelar a los más desprotegidos y a anticipar los conflictos que se puedan desatar en el futuro por estas cuestiones.

Así las cosas, seguramente un ‘win-win’ y una ‘it girl’ tengan el camino más fácil que un ciudadano de a pie para crearse el yo y construirse una identidad. El primero, triunfador per se, tal vez se lo ha ganado con artimañas en las tertulias y otras tribunas a las que no tienen acceso la mayoría de mortales. A la segunda el éxito le viene de cuna o por tener clase. A veces se tiene clase y nunca se llega a ‘it girl’. Pero la mayoría configura su identidad, su self-making o self-fashioning, con esfuerzo y sin alarde, lo que implica voluntad de ascensión en la escalera social de quienes no tienen alcurnia, generalmente aunque no necesariamente, con el arma de la lengua hablada y escrita. Stephen Greenblatt, catedrático John Cogan de humanidades en Harvard, sostiene que el concepto de construcción del yo o autoconstrucción nace en el siglo XVI con una personalidad distintiva, con una forma característica de percibir y hacer frente al mundo, y de comportarse. El modelo recurrente en la época al que imitar, como cabe suponer, es la figura de Cristo, aunque también tienen cabida el de los progenitores y mentores, las conductas adquiridas fijándose sobre todo en la élite, el contacto con el poder (Dios, un libro sagrado, una iglesia o la corte), etc., con el fin último de someter, por así decirlo, al otro. Una de las figuras en las que el crítico norteamericano se fija es la del humanista Tomás Moro, “the wisest man in England” (Duffy), cuya sonrisa era más enigmática que la de Mona Lisa.

Fíjense en la movilidad social ascendente de Moro por si les sirve de guía. De hijo de un exitoso abogado londinense de clase media escala a caballero, juez, miembro del Parlamento inglés, Presidente de la Cámara de los Comunes, Canciller del Ducado de Lancaster, censor y administrador de la Universidades de Oxford y Cambridge y, finalmente, Lord Canciller de Inglaterra y confidente de Enrique VIII.

Moro nunca figurará en las guías turísticas de Inglaterra, como tampoco Benvenuto Cellini, que declinó una oferta laboral del mismo Enrique VIII bajo el pretexto de que “no soportaba vivir entre esa gente”. El humanista inglés, en su proyecto visionario Utopía, imagina un mundo en el que todos los hombres trabajan seis horas (menos los sifograntes) y donde no hay propiedad privada de modo que la avaricia no condene a un sector de la población a vivir en la miseria, el resentimiento y la delincuencia. Los trabajos que no gustan a nadie recaen en los esclavos (¡!), un estado al que están abocados quienes cometen determinados delitos. Moro no tiene ningún reparo en retratar Inglaterra como un “país en el que los nobles viven ociosamente del trabajo de los demás, explotan a sus colonos recaudando constantemente tributos, en el que el cercamiento de las tierras para la cría de ganado lanar condena a incontables millares de pobres a una vida de hambre o delincuencia, y en el que las ciudades están rodeadas de horcas, pudiendo a menudo ver colgando de una sola hasta veinte ladrones sin el más leve indicio de que un castigo tan terrible disuada a nadie de cometer siempre el mismo delito”.

Sí, Moro murió decapitado hace casi quinientos años, dirán ustedes, pero no podrán negar que continúa siendo todo un modelo a seguir entre los que aún están en edad de construirse una identidad, a codazos, en el siglo XXI. No fue nunca un simple recitador de versos escritos por otro, ni proclive a la adulación, aunque finalmente no pudiera escapar al control de un poder dominante que le arresta, juzga y ejecuta. A veces decir abiertamente lo que se piensa y seguir el dictado de la conciencia tiene sus riesgos.

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