Escribir

Ya en la anochecida de cualquier día uno se pone a escribir. En el silencio de la noche los pensamientos se van consolidando en la quietud placentera del momento, buscando palabras, pulsando el abecedario en el teclado oscuro del ordenador para plasmar algo digerible para el lector. En tiempos no muy remotos usábamos la máquina de escribir. El teclear incesante de las letras sobre el papel rompía el sigilo de la habitación como una aparente realidad que quería buscar su trascendencia. Pero pese al tiempo frenético de ahora con la modernidad descuartizando costumbres y ejercicios en los medios, lo que no puede cambiar nunca en el ánimo del que escribe es la angustia del folio en blanco, esa orfandad de ideas, de encontrar lo esencial de las palabras, el buen estilo para desarrollar un escrito que siempre va buscando la infinita complacencia del que lo lee.

Como uno ya va peinando canas, me permito pulsar el sentimiento de la evocación. El recuerdo que siempre perfila los buenos momentos, en especial los de la lectura. Memoria entusiasta tengo de aquellos artículos breves de Cesar González-Ruano en el ABC, su “Penúltima hora”, leídos en la adolescencia hasta que la muerte lo apartó de sus felicidades y delirios. Aquella estampa entre romántica y significativa cuando escribía en el café Teyde madrileño con pluma y tintero, redactando en ocasiones hasta más de tres artículos diarios. Él tan trascendente en su tiempo, genial en sus escritos, bohemio vital en sus alcoholes, buscando su realidad existencial, vividor y truhan como lo señalan ahora sus biógrafos, entresacando entre los archivos sus fechorías, también, dicen, que desmanes, cometidos en los días bélicos, aquellos para olvidar, entre combates y arrogancias.

Escribir como lo hacía también el maestro Francisco Umbral, obsesivo escritor sin límite de folios impregnados de metáforas, con un fuerte lirismo desgarrado, usando un lenguaje revelador y cambiante, tecleando con ardiente pasión su máquina de escribir, su Olivetti de alma, llevadera con veneración entre las pensiones de un Madrid cosmopolita y redentor; cuando Umbral era pobre, pero iba fijando en su biografía el de llegar a ser personaje de alto cuño literario y social, pues lo logró con el rigor y el trabajo de su oficio llevadero hasta el extremo de su arrebatado frenesí por la palabra escrita. La brillante sagacidad de Manuel Vicent, que lo conoció en todos aquellos saraos y parnasos literarios, escrutando esa ansiedad perenne de Umbral dijo de él que “llevaba el abecedario en la yema de sus dedos”.

Dos ejemplos de grandeza literaria que escribieron la realidad de sus vidas y el paisaje de sus vivencias con el enorme talento de sus estilos, pues eran muy parecidos, ya que el discípulo aprendió de su maestro con esa fluidez que deja el entusiasmo y la admiración, sabiendo narrar la esencia de la vida, sus pasiones y sus sueños con un lenguaje sublime y arrebatador en muchos de sus escritos. Todo ello en un tiempo decadente y trivial, complejo y atormentado, también como el nuestro, que los buenos escritores saben plasmar, exigir o denunciar en las columnas de los periódicos, usando las palabras impregnadas de sabiduría en la gramática viva de sus experiencias y en el desvelo bien formado de sus juicios y emociones.

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