Malos adjetivos y banderas

En un Madrid revoltoso y sublime, con el sol velazqueño del medio día de un domingo de febrero, salió en tropel la muchedumbre herida por el desencanto para castigar al gobierno de turno. Clamaban lealtad constitucional, mezclado con vivas a España, con un dulzor entre nostálgico y patriótico. En el ambiente del griterío de denuncia y malestar se oían los clamores del gentío reclamando la prontitud de elecciones generales, entre otras cuestiones políticas, y en volandas, por las calles y plazas de su recorrido, se enarbolaron banderas como un paisaje de añoranzas enardecidas que se mostraban en los semblantes de los fervientes seguidores, perfilando en el ambiente las preocupaciones, conductas y pensamientos de la derecha. Allí estaban ellos en multitud, todos juntos, gozando de un presente aflictivo que se iba transportado de un tiempo moderno a ese horizonte inestable de épocas pasadas.

Para esa convocatoria de protesta y su éxito se han tenido que utilizar la fecundidad de las palabras con la envoltura de los discursos y argumentos para convencer a los posibles seguidores. Es el privilegio anhelante de la propaganda, que es legítima la razón de su eco y desenvoltura, pero en esta ocasión el jefe supremo de la oposición se ha servido de la vileza de los malos adjetivos para desprestigiar al contrincante con ese embrutecimiento desalmado de las palabras hirientes que califican de mala educación para el que las pronuncia, reprobando su actitud. Y es que lo más fácil es utilizar los adjetivos vejatorios y humillantes como los hombres de chanza y jolgorio que manejan ese vocablo en el fragor de los alcoholes nublando su capacidad de raciocinio. Pero todo un avispado jefe de la oposición, sonriente y locuaz, que se vea envuelto en ese desprestigio para su carrera política, da que pensar que su conducta esté cercada ante un inflamado ataque de celos, para así borrar con sus descalificaciones la labor censurable o aplaudida del Presidente del Gobierno. Estos tiempos están muy revueltos para la actividad política. Demasiado ego iluminando las pantalla de las televisores en un concurso de líderes mediocres con escasa altura de miras en sus decisiones arbitrarias para la categoría de su rango. Que tomen como ejemplo aquella época dorada de la Transición, que hasta los políticos de entonces dialogaban y se entendían con sus torturadores de antaño con el propósito de afianzar la armonía y la paz social de la nación.

Menos banderas desplegadas con convocatorias casposas de un patriotismo rememorando el pasado y más palabras fecundas y decisivas buscando el buen entendimiento con largas vigilias, si es preciso. Me viene a la memoria la figura de Azorín, aquel escritor sutil, gris y melancólico del noventa y ocho cuando sentenció en su mundo interior aquello de que “la literatura (la lírica o la buena literatura) está en el adjetivo”. Es la grandeza de la palabra elevada a la eficacia del entendimiento con el fin de que sea consolidada y abrigada por la ciudadanía como una plataforma para la convivencia, sin alardes de poder ni mezquindades. Convivir sin opresiones ni arbitrariedades, que es lo que en definitiva anhelamos y que se pierde, entre otras causas, por el desvarío atropellado de los malos adjetivos.

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