No hay tiempo que perder
La salud mental es algo difícil de explicar, sabemos que está ahí, sabemos lo que es, pero no sabemos cómo expresar con palabras. Se trata de una herida invisible que ni siquiera nosotros mismos llegamos a entender del todo. Es un conjunto de sentimientos que van y vienen, un murmullo constante que a veces grita sin que se escuche o una sombra que se queda en el pecho sin pedir permiso. Durante años se nos ha dicho que el tiempo lo cura todo, que somos fuertes y valientes, que todo acaba pasando y que si algo malo llega es porque algo bueno también lo hará. Pero en el fondo, todos sabemos, que a veces eso no es suficiente. Desde la pandemia, la salud mental ha empezado a tener voz propia, pero aún así, a veces nos preguntamos: ¿Qué pasa cuando doy el paso pero no hay nadie al otro lado?
La sanidad pública en España sufre un déficit alarmante en el número de psicólogos disponibles y según las cifras, no se puede hacer frente a la demanda actual. Según datos del Ministerio de Sanidad, la sanidad pública cuenta con 8 psicólogos por cada 100.00 habitantes. En cambio, en otros países de Europa, la media es de 18 psicólogos por cada 100.000 habitantes. En Foia de Castalla i Alcoià-Comtat, tan solo 10 psicólogos tienen que hacer frente a la posible demanda de 150.000 pacientes, algo totalmente desproporcionado e impensable. Esto se traduce en meses de espera para atender a pacientes, sesiones cada seis semanas, profesionales desbordados y recetas de fármacos para compensar la falta de escucha al paciente. Mientras tanto, el problema sigue ahí, esperando a que se abra un hueco en la agenda. No obstante, hay emergencias que no pueden esperar, porque la salud mental, invisible a los ojos del resto, se va apagando poco a poco.
Invertir dinero en salud es algo racional, el problema llega cuando se ha convertido en un lujo que no todo el mundo se puede permitir a largo plazo. Ahora nos están enseñando a pedir ayuda, a normalizarla, en cambio, al otro lado del contestador hay un: ‘vuelva usted en tres meses’ y una mochila que pesa cada vez más. Pero hay algo aún más doloroso que la espera: la culpa. Esa que se instala cuando uno no mejora, cuando la ansiedad no cede, cuando los días siguen pesando aunque hagamos todo lo que se supone que hay que hacer.
Y no se trata de culpar a quien no entiende, sino de exigir que las instituciones sí lo hagan. Que no se limite el cuidado psicológico a unas pocas sesiones espaciadas y genéricas. Que no se dé por hecho que quien no puede más encontrará la forma de resistir. Porque resistir no siempre da el resultado esperado.
Cuando hablamos de salud mental, no hablamos de tiempo, hablamos de derecho, de urgencia, de voz y de compañía. Un infarto no puede esperar, y a veces, una consulta con el psicólogo, tampoco, antes de que sea demasiado tarde.
LAURA PIQUERAS. Periodista