Quejarse está bien, viajar todavía mejor
Acabo de volver de un viaje por Inglaterra. Agosto invita a desconectar, a cambiar de aires y a dejarse llevar por las comparaciones inevitables que uno hace cuando sale de casa. Este año, además de recorrer varios rincones de la Comunidad Valenciana y de Cataluña, también he estado en Italia, en Nápoles y en Milán. Y confieso que en cada una de esas ciudades, mientras paseaba por sus calles, me venía una idea recurrente: en Alcoy nos quejamos mucho de la limpieza y el mantenimiento urbano, pero lo cierto es que por ahí fuera las cosas no están mucho mejor… y en ocasiones están claramente peor.
Que nadie me malinterprete: no pretendo hacer una defensa a ultranza del Ayuntamiento ni caer en el conformismo fácil de “mal de muchos, consuelo de tontos”. Es evidente que en Alcoy hay cosas que mejorar: hay aceras con grietas que llevan meses esperando reparación, papeleras que rebosan demasiado a menudo y zonas que necesitarían un mantenimiento más constante. Sin embargo, cuando uno se abre al mundo, se da cuenta de que la “perfección urbana” no existe, y que la suciedad, los grafitis o los baches son un problema universal.
En Inglaterra, por ejemplo, paseando por Birmingham, un amigo me contaba que hace poco vivieron una huelga del servicio de recogida de basuras que se prolongó durante meses. La ciudad llegó a acumular más de 22.000 toneladas de residuos en las calles. Imaginen lo que significa convivir con semejante cantidad de basura en cada esquina. Y nosotros, en Alcoy, nos quejamos cuando vemos una papelera desbordada dos días seguidos.
En Nápoles, las montañas de basura acumulada en algunas esquinas son ya casi un símbolo, fruto de una gestión histórica compleja. Incluso en Milán, ciudad que solemos imaginar como paradigma de modernidad y elegancia, hay barrios donde la dejadez salta a la vista y donde la convivencia con el tráfico y el ruido resulta más dura que en Alcoy.
Estas comparaciones invitan a reflexionar. A veces creo que en Alcoy pecamos de mirarnos demasiado el ombligo: nos fijamos obsesivamente en cada papel en el suelo, en cada banco pintarrajeado, en cada rincón donde falta jardinería. Y, sin embargo, muchos de los que más protestan quizá no han viajado lo suficiente para poner esos defectos en contexto. El riesgo de encerrarse en lo propio es perder perspectiva.
Eso no significa bajar los brazos ni dejar de exigir mejoras a nuestra administración. Al contrario: se trata de hacerlo desde una mirada más equilibrada. Criticar lo que no funciona es sano y necesario, pero conviene no caer en el discurso catastrofista de que “en Alcoy todo está fatal”, porque sencillamente no es verdad. De hecho, si comparamos, podemos reconocer también nuestros puntos fuertes: una red de limpieza que, con todos sus altibajos, funciona mejor que en ciudades mucho mayores; un tamaño humano que permite atajar problemas de forma más directa; y una ciudadanía que, en general, es consciente del valor de cuidar lo común.
En resumen: quejarse está bien, viajar todavía mejor, y lo ideal es –siempre que se pueda– hacer ambas cosas para mantener los pies en el suelo. Porque Alcoy no es perfecto, pero tampoco lo es ningún sitio. Y eso, curiosamente, también lo hace un lugar estupendo para volver a casa.
JÉSICA SEMPERE. Periodista