Eso del bien común

Recuerdan estos días los obituarios del fundador de IKEA que el objetivo al crear su empresa era mejorar el día a día de las personas. También Francisco Camps, años después de su etapa como Presidente de la Generalitat Valenciana, sostenía que su actuación al frente de la Administración Valenciana solo perseguía el interés general y el bien común. Hace unos años un papa nos exhortaba urbi et orbi a que participáramos en el bien común, y un alcalde animaba a su ciudad a construir el bien común con el esfuerzo colectivo. Hasta un ministro sostenía que la escuela es el espacio idóneo para el fomento del bien común.

Con la aparición en la última década de un teórico de la economía del bien común, hay ahora todo un sinfín de instituciones que se lanzan bienintencionadamente en su búsqueda y se apuntan a su promoción en su entorno. Y, por supuesto, ya no queda político en la faz de la tierra, del signo que sea, que no apueste por el bien común en su quehacer diario y lo inocule a su equipo de colaboradores.

Se diría, visto lo visto, que esas dos palabras ofrecen un atractivo, enganchan y venden a la hora de diseñar un programa electoral o uno de dirección a un centro escolar, por poner dos ejemplos. Parece ser que ambas palabras otorgan predicamento y prestigian a quienes se las apropian o pronuncian. Dicho de otra manera, el bien común es un valor en alza en nuestra sociedad y produce unos réditos a corto y largo plazo. Pero exactamente, ¿qué es eso del bien común y cómo podemos contribuir los ciudadanos corrientes a su consecución? Pues el bien común es aquello que es bueno para todos y de lo que todos se benefician. Diríamos que es hacer lo que le gusta a uno beneficiando a los que tiene alrededor. En principio no parece mala filosofía para la vida en estos tiempos.

Seguramente en un debate no habría forma de llegar a un acuerdo sobre lo que es bueno para todos. Un pensionista me decía que si le subieran decentemente la pensión todos los años —no de forma insultante—, se beneficiarían muchos más miembros de su familia que están sin trabajo. Unos maestros sugerían que si las escuelas tuvieran más medios, los niños saldrían mejor preparados. Un concejal viendo el bajo presupuesto para su departamento comentaba irónicamente: “Con la partida que se me ha asignado este año, solo tengo bien común para un barrio; los demás tendrán mal común”. Un empresario se quejaba de las pocas facilidades que le daban para ampliar su empresa: “¡Con la de puestos de trabajo que crearía si me escucharan!”.

He observado que existe interés por parte de todo el mundo a que todos contribuyamos al bien común, pero que después son solo unos cuantos —los mandamases del sistema— quienes lo gestionan no siempre en beneficio general. A todos nos vienen a la memoria las lecciones aprendidas de los casos de corrupción de los últimos años. Pero la gente normal está en otra órbita. El maestro se gana la vida con la transmisión del conocimiento, el empresario genera puestos de trabajo, el restaurante ofrece sus platos y el panadero su pan. Absolutamente todos procuran ascender en interés propio haciendo algo a cambio, dando algo en contrapartida, y ninguno actúa filantrópicamente. Nadie pregona que su trabajo redimirá a la sociedad y repartirá el maná del bien común o del interés público entre sus conciudadanos. Si alguien lo hiciera le creeríamos un desequilibrado.
Al final, en un mundo en que nadie es incorruptible, uno está confuso y no es para menos. Y no está seguro de si preocupándose por sí mismo, eso va a repercutir en el bien de los demás y les va a beneficiar de algún modo. O si, por el contrario, preocupándose por los demás, eso le beneficiará al final a uno. Un ejemplo: pensaba cómo hacerme rico y, puesto que he visto a tantos aspirantes en este empeño, me surgía la duda sobre si lo conseguiría ayudando y beneficiando a los demás o a su costa. Y como tengo pereza de acudir a santo Tomás de Aquino o a Adam Smith para que me expliquen bien eso del bonum commune, al final no me quedará más remedio que matricularme en un clinic de esos que imparten Christian Felber o Adela Cortina para ver si finalmente aprendo algo de la ética de los negocios, o logro entender conceptos como banca ética —¡la banca ética no existe ni en el Vaticano!— o responsabilidad social corporativa.

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