Paisaje del recuerdo

Ahora se usa lo trivial, el jugar con la muerte en su recuerdo, el Halloween americano que aquí se imita como una costumbre, una pirueta hacia el más allá o una motivación o un rito hacia lo festivo, lo grotesco del disfraz de las calaveras, la fealdad esperpéntica buscada como una diversión, todo ello dentro de una provocación divertida de disipar el horror de la muerte tan abstraída en los mortales. Eso está en el lugar de la chanza de las costumbres venidas de fuera. Lo común entre nosotros radica en la visita anual a los cementerios como un hábito instaurado al llegar el primero de noviembre, la fecha existencial para la memoria colectiva de nuestros difuntos, cuando ya el otoño ofrece su despavorido rigor con sus fríos y en el azote benigno de sus lluvias si es que llegan. Porque ya es noviembre todo un mes acertado en la melancolía solemne de invocar el ayer, de llenar los búcaros de flores hermosas en las hileras de nichos de los cementerios. Allí queda para la posteridad fijada en la lápida la fotografía del difunto en su mejor postura y gesto, esa gramática de su nombre con la fecha fatal del desenlace y el fervor de la fidelidad labrada con palabras cariñosas de siempre para que se perpetúe en ese sentimiento romántico de la vehemencia escrita.

Fijos y arrogantes quedan los cipreses cargados de verde solemnidad, tan petrificados en ofrecer su labor de paz y silencio en el camposanto. Esa paz sin intenciones ni pancartas, fácil e inocente, de siglos encontrada en la superficie abierta del recinto. Se percibe en ese lugar la muerte tan callada y necesaria como una huida veloz de los padres buenos, de los familiares queridos y de los amigos entrañables, los recuerdos que afloran en el instante del encuentro frente a una lápida que determina el fin de una existencia. Los años y las circunstancias, gozos y sinsabores, adolescencias escapadas, providencias surgidas como una liberación, todo acumulado en ese remolino vital que es el vivir, en un morir que es un impacto de pena y sollozo para el día fatal de la despedida.

Sucede que todo en la vida es un aprendizaje. Tanta lucha y desvarío, los días sumergidos en la ambición como un ramaje maldito que te hiela el corazón cada vez más con el miedo atroz de ser un perdedor, total para leer con el ritmo pavoroso de la sorpresa los nombres escritos en el relieve de una lápida. Porque ese es el camino y su fin. A fin de cuentas es bueno que nos hagan pensar, por lo menos una vez al año, de la tibieza de nuestra existencia.

Recordar los pasajes de la vida de nuestros deudos en un día otoñal, con los jarros llenos de flores y la armonía de una mañana que va descubriendo pausadamente lo limpio que es vivir en paz frente al caos y los constantes atropellos que depara la existencia. También otros siguen las modas extranjeras, lo llaman ”Halloween”, o sea, el susto de la muerte que quiere buscar el fragor de la chirigota en un disfraz de miedo con el ego camuflado de calavera. A fin de cuentas es como una liberación para seguir viviendo.

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