… Y Don Mendo mató a menda

El domingo pasado me arrimé al Calderón a ver “La venganza de don Mendo”. Fila siete. Luz y crujir de escenario. Humo de atrezo. El teatro hasta la bandera y los ripios de don Pedro Muñoz Seca reinventándose, uno a uno, ellos por ellos. Mi primer don Mendo lo vi en una tele antediluviana, en blanco y negro y zurcida por las interferencias. El gran Fernando Fernán Gómez clamaba sus cuitas con voz de caño roto. Yo no entendía mucho entonces el hecho de que por tan poca afrenta hubiera tanta sangre, pero me descojonaba a modo, todo lo que mi tierna e indocumentada edad me permitía. La tele, entonces, tenía un puntito, sólo un puntito de educativa y de difusora de cultura, el resto era adoctrinamiento. Yo, sin ir más lejos, sentí por primera vez el asombro del teatro y de la palabra declamada y en carne viva gracias a los “Estudio 1” y merendaba pan con chocolate con “La señorita de Trévelez”, con “Es mi hombre”, con Eloísa, la que estaba debajo de un Almendro, con “Doce hombres sin piedad”, con las manos volanderas y la panza abacial de José Bódalo, con la gravedad senatorial de José María Merino, con el serio decir de Gutiérrez Caba y con toda la ristra de monstruos escénicos que se me metían como virutas de goma de borrar entre las juntas de mis cuadernos de escuela. Entonces hacíamos los deberes entre chocolate y palabras bien templadas.

El domingo pasado en el Teatro Calderón y de la mano de Bolos Teatre volví de mi corazón a mis asuntos que no son sino ese devenir vital de letras y rapsodias que me dejaron atrapado en la madeja revuelta de la literatura. El teatro en vivo es otra cosa. Suenan los gestos, truenan las pisadas, retumban las voces, amanece y anochece a golpe de telón, la luz declina o se exalta, cambian los fondos, gimen las risas y te dejas atrapar con todo los sentidos. El teatro es el milagro del libro hecho carne y sudor y movimiento. Francamente y aunque ellos se tengan por tal, no vi nada de amateurismo sino profesionales que supieron hacer remover al espectador en la butaca. Magnífica la versión de Ximo Llorens. Muy original el cambio de registro de don Mendo: de machote fornifollador a asustadizo monflorita. Buenísimo Carlos Iilario, llenaba el escenario con un gesto. Como buenísima Dolo Martí (marqués de Moncada). Confieso que tardé en darme cuenta (y sólo cuando reparé en alguna que otra turgencia) de que el aguerrido, chulapo y carismático marqués lo encarnaba una actriz. Me reí mucho cuando vi aparecer a mi querido amigo el pintor Ignacio Trelis en su bautismo de fuego escénico, y con los gestos de otro gran amigo, Ricard Sanz, nuestro flamante embajador cristiano, con el que me parto de risa casi a diario. Eso es lo mágico de Alcoy y de la inquietud de su gente, que igual te puedes tomar unas birras con alguien en un bar que verlo en escena haciendo un papelón, o en la presentación de su último libro, o interpretando a Mozart o en su última exposición. Les aseguro que esta querencia mía a las tablas del arte hace que me sienta en Alcoy como un ratón encima de un queso. En fin que, enhorabuena a Bolos Teatre, que lo bordaron y darles mil gracias porque durante dos horas hicieron posible que un montón de almas víctimas de los tiempos y del desgobierno, nos olvidáramos de este sindiós en que sin comerlo ni beberlo nos han metido.

Carlos Cerchán Escritor y pintor

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