Una salud precaria

Ingresé en el hospital por una dolencia que nunca fue aclarada. Contaría, unos once años. Recuerdo vagamente aquellos días, en los que la fiebre había hecho presa en mí. Estaba sola en la habitación o quizás la insistente fiebre así me lo hacía sentir. El fantasma de una posible tuberculosis se cernía sobre las familias, el recuerdo de los miles de tuberculosos muertos en los años cuarenta pesaba sobre el ánimo de las personas de la posguerra española. Una posguerra más que larga, interminable. Un enfrentamiento de personas conservadoras y otras republicanas.

Se abrió la puerta y de pronto apareció un hombre con bata blanca, de un blanco luminoso. No era la imagen de Dios que las monjas me habían inculcado, pero estaba segura de que Dios no sería ni tan dulce, ni tan majestuoso como aquel médico que, con palabras mágicas, auscultaba mi pecho, me decía que tosiera, que sacara la lengua y, apoyando su dedo sobre la parte inferior de mi ojo, escudriñaba en su interior. Sus palabras me parecieron música celestial, la caricia de su mano al frotar mi frente me hizo exhalar un suspiro placentero. Dio alguna recomendación a mi madre y a la enfermera, y después desapareció por la misma puerta que, al cerrarse, me dejó hundida en una angustiosa oscuridad. Cogí la mano de mi madre y apretándola le susurré: “Madre, quiero ser médico, cuando sea mayor”. Mi madre hizo una mueca y me aconsejó que me durmiera.

Días después, ya en casa, insistí en mi demanda. Mi madre pensó que había vuelto a tener una subida de fiebre y ante mi empecinamiento me dijo: “mi preocupación es darte de comer todos los días y que no te me mueras de hambre”. El tono de su voz y las lágrimas que afloraban a sus ojos me causaron una impresión inolvidable. Un mundo de miseria, de represión, un mundo oscuro y siniestro, tan profunda y silenciosamente sentido, emergía con toda su brutalidad.

Tuve aún fuerzas para replicar: “Pues si no puedo ser médico, por lo menos enfermera”. Me volvió a mirar, pero ya no me dijo nada, en su rostro asomó la desesperación, el desencanto y todo el sufrimiento que mis pocos años no llegaban a calibrar, pero que quedaron indeleblemente impresos en mi recuerdo. Fue años después, y recordando aquella profunda, triste e impotente mirada, cuando comprendí que estábamos en los años cincuenta y que el terror que emanaba del dictador desde Madrid iba destilándose en cada uno de nosotros, por la sola razón de que éramos el pueblo.

Estos tristes recuerdos, tan lejanos ya, no dejan de atormentarme, pues mi vida ha dependido de ellos inexorablemente, dominada por una larga y represiva posguerra. Las “sacas” de los fusilamientos duraron hasta muy entrada la década de los cincuenta, las muertes por tuberculosis sumaron miles. Yo fui una víctima más de aquella incivil guerra del 36-39 y de una posguerra tan cruenta como sin duda está padeciendo otros pueblos. Habrá muchísimos niños que no podrán estudiar, muchos otros que morirán por enfermedades provocadas por la miseria y por los atentados promovidos por la depredación y el fanatismo. Y dentro de mí no puedo por más que preguntarme: ¿cuándo esta humanidad será capaz de vivir en paz y con respeto a todas las etnias? Los recursos bien distribuidos sobrarían para una vida óptima para todos.

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