Alcoy 1974

El otro domingo estuve en Muro, en casa de un amigo. Un casoplón solariego de los que los alcoyanos llamamos “casita”, no sé si por falsa humildad o por un problema de percepción de las magnitudes. Mi amigo, que conoce mi querencia a las tablas de los libros, las rarezas, las antigüedades, me enseñó el despacho que perteneció a su padre. Una habitación amplia, soleada con un bargueño de color caoba y hasta seis o siete cabezas talladas sobre él, una mesa con incrustaciones de marquetería, tinteros antiguos, sillas con tachuelas, una vasta colección de libros antiguos y un rey mago de cartón piedra y tamaño natural, con una ranura a la altura del pecho. Al parecer, la figura hacía las veces de buzón, donde los niños tiraban sus cartas por navidad. Lo más emotivo fue encontrar en su interior alguna de esas cartas. Cogí una al azar. Estaba fechada en 1963. El niño tenía ocho años y con una asombrosa buena caligrafía y una más que aceptable redacción pedía una caja de lápices Alpino y una pluma estilográfica. El subidón me dejó noqueado durante un buen rato. No sé exactamente qué sentí pero era una mezcla de melancolía, tristeza y respeto ante la fragilidad, ante lo vertiginoso del paso del tiempo. Tempus fugit. Pero había más sorpresas dentro de ese cuarto que paso a relatarles confiando en su paciencia.

Husmeando entre las estanterías me llamó poderosamente la atención una colección de libracos elegantemente encuadernados en cuyos lomos se leía la palabra “Ciudad” y unos dígitos debajo. Cogí el de 1974.

Efectivamente era una colección gigantesca de ejemplares del periódico Ciudad, desde principios de los 70 a finales de los ochenta. Como ustedes comprenderán me senté a hojear el libro casi avariciosamente con esa impaciencia del mitómano que llevo dentro. Lo abrí hacia la mitad y así, para empezar, me engolfé en la lectura de una extensísima entrevista a Fernando Cabrera hijo. Cuando leí que a la muerte de su padre, don Fernando, lo pasó muy mal, no pudo ver el cadáver y se pasó dos meses sin bajar a su estudio casi entro en trance. El estudio de don Fernando es el mismo en el que ahora escribo esta liviandad. Las páginas de ese libro eran un suspiro de intrahistoria alcoyana, y mi parte alcoyana se estaba muriendo de gusto.

Allí estaban firmas de la talla de Adrián Miró con sus Crónicas Italianas, allí escribía el incombustible Floreal Moltó, un jovencísimo y apuesto Pepe Calabuig, Rafael Coloma. Una historia ilustrada de Alcoy firmada por Payá Gill. Gil Albert. Vi al carismático Manolo Cano, el masajista, haciendo platilla con el alcoyano de la época y a su suegro, el que le cedió los trastos del oficio, el entrañable David Barrachina… Mi amigo me miraba y reía por lo bajo.

–Mira, hacemos una cosa. Te llevas el libro y cuando te lo acabes me lo devuelves y te llevas otro.

Y aquí estoy, con el libraco abierto, alucinando gambas. Acabo de terminar el reportaje que hicieron sobre el homenaje a Carmen Llorca. Intelectual, escritora, historiadora, política, la primera presidenta del Ateneo de Madrid y alcoyana. ¡Toma del frasco! Venía acompañada de otro peso pesado de la intelectualidad española, Ricardo de la Cierva que entonces era director general de cultura popular y espectáculos. La escritora pronunció una conferencia titulada “Los ciclos históricos” en el Salón Rotonda del Círculo Industrial y yo ya voy acabando, que se me termina el folio.

Queridos conciudadanos, alcoyanos todos. Alcoy tiene “trellat”, peso específico, una historia mágica y un talento del copón. Nos sobran los motivos para sentirnos orgullosos y  no sólo de un boato bien coreografiado o de un alfanje de latón. No sé si me explico.

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