El asalto a la normalidad

Uno piensa para sus adentros que vivir en una ciudad como la nuestra es hermoso, loable y tranquilizador. Vives sumergido en una rutina siempre dispuesta donde lo cotidiano también es fascinante porque no se llega a ocupar la parcela del sobresalto ni esa excitación de la prisa agrandada con el efecto del estrés como ocurre en las grandes capitales. Se asoma el sol cada día entre las montañas rugosas del “Ull del moro” y sientes la cercanía de nuestros montes como una impresión insistente de acogida. Es lo nuestro. Lo municipal es otra historia.

Siempre es “lo municipal y espeso” como lo calificaba la prosa esperpéntica de Valle Inclán, con las autoridades que nos gobiernan como burócratas en el gran salón buscando los instantes para sorprender al ciudadano y que no llegan, pues sucede que la ciudad se defiende dentro de una normalidad facilona y gris, sin trompeteos ni bullicio para llamar la atención. Observas como una costumbre que todo permanece quieto, igual a un rito de presencia enfundada: los mismos baches en las calles, las baldosas rotas que no se alteran y los excrementos de los perros que se multiplican por doquier, oyendo el clamor de los viandantes en demanda de una sana y permanente educación para los dueños de los canes que gozan sin control de su albedrío.

Algún percance se tiene que sufrir para quebrar algo la sonada paz de la ciudad tan sorprendida en su inalterable trasiego y también los signos de la modernidad en la servidumbre desbocada de los automóviles que circulan por sus calles. Por lo demás, existe una escasa provocación para el desaguisado mundo de una convivencia local de la que se buscan los puntos de interés y también levantar el ánimo de la conciencia ciudadana para que llegue a ser placentera.

Es la ciudad que se diluye en las escasas iniciativas para completar una armonía civilizada. No se puede tener todo. Si no llega a ser por el ronroneo de los medios de comunicación que asaltan sin cesar las noticias y las vicisitudes que sufren los políticos de la capital, esa “ corte de los milagros” también en el verbo lúcido de Valle Inclán, viviríamos en una realidad de mansedumbre, evitando los engaños persuasivos de los políticos y sus tenebrosos juegos de palabras para salir airosos de sus contaminaciones irremediables. Es lo que nos toca vivir en estos tiempos enfilados de incertidumbre y desazón. Pero al menos tenemos la bondad de los montes que nos alegran los días que se viven en la ciudad, esas mañanas de aliento permanente con el sol rozando las sienes y el perfume de los pinos que se divisan como una permanente propiedad decisiva para los sentidos.

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