Bichos

Esta mañana, con el sudor de una noche infernal encima, me puse a ver el encierro de San Fermín y me dio por filosofar. Me dio por pensar que el ser humano ha tenido siempre, desde que el mundo es mundo, una extraña forma de relacionarse con los bichos. Desde la caverna a la biblia, pasando por Creta y llegando a Manolete el hombre siempre le ha sacado un extraño partido a la bestia. Casi siempre rozando la crueldad. Decía Nietche, el tío de los bigotes (perdonen ustedes lo estupendo y lo pedante que me pongo con las citas) que “la crueldad es uno de los placeres más antiguos de la humanidad”. Yo mismo entono un mea culpa y suplico perdón. Tengo un secreto, hasta ahora inconfesable y del que quiero redimirme en público. Yo, de pequeño, tenía mucha mano para destazar moscas. Con una goma elástica que me hacía las veces de arma arrojadiza, iba dejando las paredes de mi casa regadas de cadáveres. También (y esto sí que me avergüenza) tenía una inusitada habilidad para cazarlas al robo (técnica compleja donde las haya) con la palma de la mano en forma de cuenco. En un felino movimiento, me hacía con el bicho y saboreaba las mieles del triunfo arrimándomela al oído y oyendo su zumbido entrecortado. Es justo añadir en mi descargo que en los sesenta, en Salamanca, mi ciudad levítica, en el ferragosto, las moscas eran legión y daban mucho y muy enconadamente por el antifornario. De modo que mi crueldad se acercaba más a una justa venganza que al placer por el sufrimiento ajeno. Y aquí lo terrorífico de mi confesión: Con mucha paciencia, cogía al animalito por el cuerpo y le cercenaba las alas con cierta saña.
Las cucarachas eran otra cosa. A las cucarachas siempre se las ha respetado más por el factor asco. El crujir del caparazón de una cucaracha es insoportable. Para mí tengo que el factor inteligencia también interviene. Un animal que se zafa de ti con una agilidad muy superior a la tuya impone respeto.

Pero ciñámonos a la tontería de este sábado. Venía diciendo que el hombre ha dispuesto del animal muy muellemente y a su antojo. Ora nos alimenta, ora nos divierte, ora nos sirve de compañía, ora lo destripamos sin que medie cargo alguno de conciencia. Podemos abismar una cabra por el campanario del pueblo, podemos prenderle fuego a las astas de un toro, alancearlo, asaetearlo, podemos arrancarle el pescuezo a un pollo que te espera colgado por las patas, tendido como gayumbo en un tendal. La fiesta es la fiesta y siempre tiene que haber un sacrificio de por medio, sufrimiento, desmembramiento y ese olor a sangre que sigue poniéndonos como motos. Seguimos disfrutando con el tremendo bramido del mamut abatido porque poco o nada ha cambiado. Bañamos la fiesta, la que sea, de sangre en un absurdo, antediluviano rito y nos vamos a casa curdas como goliardos al grito de “qué bien nos lo “pasemos”, tú”
Bien, pues viendo esta mañana el encierro, digo y sopesando fríamente lo visto, he llegado a una conclusión. Siguen los animalitos que no conocen su historia dándonos lecciones de dignidad aunque nos empeñemos en arrebatársela constantemente. El animal no destruye, sólo deja que la naturaleza siga su curso, sin mayores pretensiones. El ser humano, en su soberbia, sigue midiéndose con mamuts para demostrar una superioridad de cartón piedra, el triunfo de una supuesta inteligencia que no es sino el atavismo de la barbarie. Digno el toro buscando la libertad por la calle Estafeta. El hombre, huyendo, pálida la piel, desorbitada la mirada, de algo más que del toro, quizá huyendo de si mismo, el gran depredador.

Y lo último. Nota para estudio sociológico. ¿Por qué a todo el mundo le da por inundar las redes sociales con fotos y vídeos de gatos haciendo cosas supuestamente graciosas? Lo de las frases lapidarias de Paulo Cohelo sobre primorosas imágenes color cyclamen lo dejo para otro día.

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