Costumbres

Está demostrado que el ser humano es un animal de costumbres, incluso se asegura que la costumbre hace ley. Bien, digo esto porque mi mujer y un servidor, entre otras tenemos la costumbre de acudir todos los viernes, poco después de las siete de la mañana, al mercado de San Roque. Esta costumbre, que no debemos confundir con una manía –las manías no son otra cosa que un pequeño trastorno mental, por eso dicen que las manías no las curan los médicos– comenzó poco después de tener el primero de nuestros hijos.

Vivir en el Ensanche obligaba a hacer las compras en el mercado municipal más cercano, o sea el de San Roque. La costumbre de darse el madrugón todos los viernes para ir al mercado, haga frío, llueva o el viento sople con fuerza, fue como una obligación que adquirimos al nacer mi hija y luego continuó con sus dos hermanos, que se quedaban en cama durmiendo mientras la madre, azacanada, hacía la compra del fin de semana para disponer de tiempo para arreglarles y llevarles al colegio.

En aquellos años todavía no se habían creado los impersonales supermercados ni siquiera las grandes superficies que, prácticamente con la llegada de la democracia, surgieron en los alrededores de algunas ciudades, instalaciones comerciales que a las personas mayores les gustan poco. Quienes son clientes habituales de estos mastodónticos establecimientos, sobre todo la gente joven, bien porque trabajan o porque necesitan desplazarse hasta el mercado a bordo de su coche, desconocen el placer de tener un carnicero o verdulero o charcutero (¿han reparado la vista y el olor que ofrecen los puestos de “aigua-sal”), que te conoce de muchos años y sabes que nunca te dará gato por liebre.

Los descendientes crecieron, se casaron y tuvieron hijos. Cuando no había necesidad de darse el madrugón, sobre todo en las duras mañanas invernales cuando prolongar la estancia en la cama es un placer porque la jubilación te permite no moverte a toque de despertador, entonces como sus padres trabajaban pues había que acompañar al colegio a los que iban a perpetuar el apellido del abuelo porque las abuelas –y esto es una gran injusticia– nunca ceden el apellido a sus nietos. Y estos crecieron, se hicieron mayores, algunos pasaron por el instituto y luego la universidad, incluso hubo hasta quien finalizó su carrera pero mi mujer y un servidor, por costumbre, continuamos levantándonos los viernes a las seis y media de la madrugada para acudir a San Roque, que es un estupendo mercado municipal.

Toda esta historia de carácter personal y casi íntimo que les acabo de contar viene a cuento como reconocimiento de los mercados municipales, un servicio que en este pueblo hemos disfrutado desde siempre, sobre todo cuando Alcoy era una ciudad casi aislada y con elevada demografía.

Hoy tenemos tres instalaciones comerciales de estas características, San Mateo, inaugurado en diciembre de 1947, San Roque en julio de 1959 y Zona Nord en el mismo mes, pero de 1984. Aunque el de San Mateo tuvo décadas de esplendor, con dos plantas dedicadas a la alimentación que hoy se han reducido a una sola debido a la enorme pérdida de habitantes que sufrieron en las pasadas décadas los barrios principalmente obreristas de la parte alta de la ciudad y el de Zona Nord nació hace apenas treinta años pero con poco espacio, y así continúa a pesar de servir al barrio más poblado de Alcoy, el mercado de San Roque es el más amplio de los tres y el más completo.
Las grandes superficies que nacidas al calor de la sociedad de consumo tienen muchos clientes ya que su oferta es completa porque cubre tanto la alimentación como el bazar, textil, electrodomésticos, mobiliario… pero jamás acabarán con los mercados municipales, tampoco con los ambulantes que ofrecen frutas, verduras y otros productos del campo porque es la oferta comercial más directa que existe: de productor a comprador. La frescura de estos alimentos salta a la vista y al olfato ya que los productos de sus puestos mayoritariamente proceden del propio terreno. Por eso creo que ser clientes de cualquier mercado municipal es una buena cosa. Incluso aunque te obligues a madrugar todos los viernes.

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