Matar a Julio César

Desde la primera representación que se tiene constancia de la tragedia de la Vida y muerte de Julio César de Shakespeare, la obra conoce bien lo que significan los recortes. En 1599, Thomas Platter, un médico suizo de visita en Londres, cruzó el río Támesis y vio probablemente esta obra en el recién estrenado teatro The Globe con unos quince personajes, de los cerca de cincuenta que aparecen en el dramatis personae.

Cualquier montaje teatral, y más en los tiempos que corren, considera la obra de Shakespeare un simple guion en el que se basan los directores. A nadie se le ocurriría hoy representar a Hamlet, por poner un ejemplo, con la duración original de unas cuatro horas. Y a mí no me extraña que un hombre tan inteligente como Shakespeare no se desprendiera de personajes secundarios, al menos sobre el papel —recuérdese que lo habitual en la época era que un actor interpretara varios papeles: la explotación laboral, así pues, no es un invento de esta crisis en la que aún estamos inmersos—, ya que era el accionista principal de su compañía teatral y poseía un olfato crematístico para el negocio nada desdeñable. Al espectador isabelino, por otra parte, le hipnotizaban las multitudes sobre el escenario, la acción, los combates y los regueros de sangre. De modo que cuantos más personajes, mejor.

Elegir significa recortar, y ese es primer gran dilema de los escenógrafos actuales. En la versión de Paco Azorín que vimos el viernes pasado en el teatro Calderón de Alcoi, el director escogió a cinco conspiradores asociados en el papel de libertadores, a dos amigos partidarios de Julio César y, por supuesto, al propio Julio César, un hombre culto y elocuente, de gran talento militar, gran político, etc., pero también, como cualquier humano, con defectos. La primera media parte trata de cómo acabar con un dictador ambicioso, un tirano desaprensivo, un semidiós arrogante y egocéntrico, etc., mientras que en la otra media asistimos a una guerra civil en la que los supervivientes, desorientados, se van eliminando en busca de un sustituto, o lo que es lo mismo, ambicionando el poder descabalgado. Puestos a hacer recortes, yo personalmente me habría ahorrado al envidioso Casca, al tergiversador Decio y al interesado Metelo y les hubiera atribuido, si acaso, un papel en estilo indirecto. En el lugar de los tres, yo habría puesto introducido a una mujer, a la leal Porcia, esposa de Bruto, por ejemplo. El manipulador y ambicioso Casio, que en opinión de César piensa demasiado, es necesario para caldear la trama y marear a Bruto, que es un intelectual más bien inclinado a la introsprección y a la reflexión, pero ahora atrapado en la telaraña de su conflicto interno. Con esta espiral envolvente llegamos hasta la mitad exacta del acto III en que el personaje central es cosido a puñaladas. El oportunista y maquiavélico Marco Antonio y el muy secundario, en esta obra, Octavio César, son también necesarios para dar continuidad a la segunda parte. Paréntesis. A ver si el año que viene tenemos un poco más de suerte en la programación teatral y vemos la continuación de esta historia, no ya en Antonio y Cleopatra, sino en una recreación de Francisco de Rojas (de la escuela de Calderón) titulada Las áspides de Cleopatra, y de este modo se echa por tierra mi teoría de que en España, a lo largo de un año cualquiera, se representa más a Shakespeare que a Lope de Vega, Calderón y Tirso de Molina juntos.

La pantalla audiovisual del montaje de Azorín está de sobra, igual que lo están los powerpoint en la mayoría de presentaciones académicas a las que he asistido en mi vida: lo único que sirven es para distraer al espectador que debe concentrarse en la densidad verbal de los parlamentos. La decoración es terriblemente austera (obelisco y sillas), y en esto sí que se asemeja al escenario shakesperiano original. La metáfora del obelisco es acertada, aunque yo lo hubiera sustituido por una corona, símbolo del poder, por el que todos los personajes eróticamente retozan, o tal vez un falo, ya que la obra es totalmente falocéntrica, dejando a las mujeres silenciadas, marginadas y sumisas al orden patriarcal, lo que tampoco resulta extraño, pues en esta cultura la ley isabelina estaba de parte de los hombres, y las mujeres debían obediencia y sumisión a sus maridos —una variante de la sumisión al orden patriarcal—. Es más, las mujeres crecían sabiendo que los hombres detentaban el poder: el padre, el hermano, el marido formaban un triángulo donde ellas no tenían cabida. El marido gobernaba a su mujer y su casa, —no en balde la palabra ‘husband’ originalmente implicaba “mastery and control”— y la mujer, en una extensión del poder patriarcal, solo mandaba sobre quienes estaban por debajo de ella. (Los interesados en el tema pueden consultar los tres primeros capítulos de mi tesis docoral, de fácil acceso en Internet, para observar mi modesta contribución a esta cuestión).

En el teatro de Shakespeare el poder de la palabra es central; las palabras por sí solas han de llenar el escenario. El teatro se reduce a llenar un espacio vacío, que es el escenario. Ahora, en general, los escenarios teatrales se han sofisticado mucho pero en la época en que Shakespeare escribe, la palabra es la que llena ese espacio vacío y desnudo. Un hombre pone los pies en ese escenario y un público observa, y eso es todo lo que se necesita para que tenga lugar el acto teatral. Y el trabajo de un director, según el maestro Peter Brook, se reduce a introducir y sacar actores de un escenario. Y una obra va cobrando vida a medida que los personajes van llenando las escenas.
Y ahora, si me permiten, una gota de nostalgia. Mi primer Julio César (Guillermo Marín) lo ví de la mano de Juan Antonio Hormigón, bajo la dirección de José María Morera, el mismo año en que Francisco Nieva nos presentaba su Sombra y Quimera de Larra, allá por 1976, antes de incorporarme a filas (me pregunto si la gente joven conocerá esa expresión, tan corriente en mi juventud). Aquel montaje me resultó mucho más impactante que este último visto. Seguramente la explicación radique en que aquel tiempo era totalmente diferente al presente y uno, en el presente, no siente el miedo y la incertidumbre de aquel 1976.

Matar a César es una metáfora diaria que ni siquiera percibimos en el día a día y que se reduce a conseguir lo que uno se propone a través de medios, a veces, dudosamente lícitos.

De vuelta a casa, por el puente de Sant Jordi, un exalumno me alcanzó y me preguntó, jadeante, si no existía guardia de seguridad y guardaespaldas en época de los romanos y dónde se encontraba exactamente Marco Antonio en el momento del maginicidio o tiranicidio. A la primera pregunta no supe contestarle, y a la segunda se ocurrió sugerirle que seguramente se encontraba en Bruselas asistiendo a un curso de formación para futuros líderes políticos.

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