Mudanza

Hoy no tengo ganas de insultar a nadie, que diría el lúcido Pérez Reverte,  de modo que me saldrá un artículo un poco soso y, según lo estoy viendo venir, un punto aburrido, un pelín prosaico y un mucho pasado de narcisismo y egolatría.

Ya verán. Dejé dicho aquí en alguna ocasión (bueno, aquí no, en El Ciudad, en esa parcela acotada que eran mis “Paraules sense lletra” que tanto añoro) que uno es de un sitio cuando empieza a acumular melancolías y mis melancolías en Alcoy, después de trece años, créanme, pueden pesarse en arrobas. Lo juro.

Trece años al socaire del centro, entre el mercado San Mateo, las musas despiezadas de Manolo Arjona, la soledad callada de los diseñadores  Rosana y Quique, la educación, el saber moverse, la maestría que se cuenta por décadas del fotógrafo Crespo Colomer, los simpáticos cambalaches de José, el anticuario que ha nutrido mi biblioteca por cuatro duros durante todos estos años, el violonchelista de enfrente, el pianista de al lado, el gurú del Gurugú, Domingo Millán y su coleguita  F. Jorge Sellés, Marcos/Marquitos, el sancta sanctorum de la golosina y el periódico recién amanecido. La calle San José. O sea. Uno de los muchos “Montmartres” que alberga Alcoy.

Trece años subiendo la escalera al cielo de un cuarto piso, trece años de razonable felicidad, trece años de asombro y dulce monotonía, pero trece años cargando como una acémila o como el Sísifo de Mercadona en el que me había convertido.

   Pues se acabó. Pues que me voy, que me las piro, que cambio, sintiéndolo en el alma, el romanticismo de este siglo XIX que es mi calle (y que conste que me dejo el alma como un jirón en cada una de sus piedras y de sus gentes) por un ascensor, por una calefacción como toca, por una cocina amplia, por una ducha potente en la que poder erguirme (hasta ahora, la falta de presión del agua me tenía convertido en un  homínido), por esa felicidad al ralentí que es la comodidad doméstica. Que ya no tiene uno las piernas para la escalada libre, ni las enjutas carnes para los rigores del invierno así que me dejaré abrazar por las mieles de un bendito elevador y por los cantos de sirena de ocho beneméritos radiadores.

   Razón, en la Zona Alta, a donde llevo conmigo el Centro entero. Au.

Escritor y pintor

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